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Carles armengol

Comer modernamente

Sin acabar siendo un rematado gilipollas

Un cocinero de cuarentaypocos que lleva una cresta mohicana, el mismo peinado que lucen los adolescentes perdidos que escuchan Stay Homas y Kortatu, es tratado como un DJ de Ibiza de principios de los 2000. La gente ahorra durante meses para ir a comer a restaurantes galácticos y hacerse fotos con el Richie Hawtin de turno a los fogones. Cocinar es sexy y atractivo. Aprendemos a hacer esferificaciones de cabrales para convertir un cachopo en una vianda de categoría y ya no hablamos de bandas emergentes de música, sino de restaurantes nuevos. Los lineales del Mercadona están llenos de botes de esferas gelificadas de aceite de oliva, también conocido como «caviar de AOVE». Vamos, que todo lo que tiene que ver con la fiesta efímera del comer se ha convertido en un asunto aspiracional para la clase media trabajadora.

El consumo de ostras y la proliferación de baretos que sirven este molusco es un claro ejemplo de cómo se ha democratizado el lujo gourmet en los últimos años. Los autodenominados bistró o gastrobar ofrecen estas conchas de la madre perla como cuando el boom de las San Miguel a un euro; a lo loco.

Si una cosa tengo clara en esta vida, como persona que se ha criado en un bareto de barrio, es que la línea que establece los límites entre la finura y la vulgaridad es casi invisible. En los asuntos del papeo, uno de los parámetros para medir la transición de la elegancia a la ordinariez es contabilizar la cantidad ingerida de un mismo alimento durante una comida. Existe un método infalible y muy recurrente para detectar la garrulez gastronómica: observar a la peña comiendo ostras. ¿Hay algo más zafio que comerse doce ostras del tirón? Sí, engullir doce ostras del tirón mientras te bebes una botella de vino natural en tres copas.

Este verano, El País publicó una entrevista a Marti Buckley, periodista gastronómica americana afincada en Donosti, en la que lanzo desde las nubes del Olimpo unas declaraciones cargadas de napalm hacia los mortales: «no hay casi nadie que odie las ostras y luego sea una persona culta e interesante». Una afirmación colmada de clasismo capaz de provocar lo mismo que una intoxicación de ostras: diarrea extrema y vómitos de bilis. Cascadas de mierda proyectadas a la puta cara de Marti Buckley.

Cuando el cuerpo te pida comer y beber aquello que te hace sentir por encima del resto de los humanos, no te dejes seducir por esa pizarra que anuncia “ostra + copa de cava: 6,00€”. Recuerda que, aunque seas autónomo o pobre, o seguramente las dos cosas, debes comer modernamente sin acabar siendo un rematado gilipollas.

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