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Ane Guerra

Persona Molesta

Ya está con sus cositas.

En una cena de empresa puede pasar cualquier cosa; es el escape room más imprevisible de todos. ¿Alguien se quitará la ropa? ¿María José de contabilidad probará las setas alucinógenas por primera vez? ¿Alguno prenderá fuego a alguna papelera y acabará en el calabozo? ¿Ricardo de marketing recobrará la visión del ojo izquierdo? Es un sinfín de posibilidades, un agujero de gusano de diferentes universos paralelos en los que, casualidad, nadie sale bien parado. Lo mejor que te puede pasar en una cena de empresa es seguir con vida. Y también lo peor.

En este marco incomparable de la destrucción, en este tríptico digno del Bosco, también suele haber un personaje arquetípico, un duendecillo de la pre-Navidad calentando motores, que es la clásica Persona Molesta que te toca al lado. Suele ser esa persona que tiene unos valores firmes y a la que la armonía y la paz le importan un pimiento; va a decir lo que piensa, escuche quien escuche y pase lo que pase. Si sale un tema controvertido, pongamos, directivos de organismos públicos besando a gente sin su consentimiento y Ricardo, el tipo marketing que más tarde acabará tuerto, suelta que las feministas están pasándose de la raya, Persona Molesta va a echarle un discurso que ni Castro en sus buenas épocas. Será una apisonadora que no dejará responder. Avanzará, inexorable, hacia su meta. Si la Persona Molesta es, por ejemplo, vegana, exigirá saber qué hay en su plato si algo no le cuadra, haciendo perder el tiempo a los demás comensales que llevan más tiempo pensando en el postre que en la comida. Si alguien utiliza alguna expresión del vocabulario español cuyos tintes son tan racistas como del dinero de la Corona Británica, Persona Molesta lo señalará, haciendo que quien lo ha dicho, posiblemente buena gente sin ganas de bronca, se sienta avergonzada. Persona Molesta incomodará a los presentes, hará que la gente eche miradas de soslayo, se den codazos o se rían. “Ya está con sus cosas”. A mí me encanta la Persona Molesta; no porque yo sea una, sino porque creo firmemente que son el primer paso hacia el cambio.

Llevamos mucho tiempo en el que la comodidad es un máximo aspiracional: Uniqlo nos vende ropas de líder de secta japonesa, todas las ciudades del mundo se parecen sospechosamente, puedes sacar dinero en cualquier lugar del planeta sin que haya ningún impedimento, Google Maps te lleva a la punta del Everest por la ruta más rápida, nuestras redes sociales son cámaras de eco en las que recibimos lo que más nos gusta y las opiniones que más concuerdan con nuestra forma de ver la realidad, y las plataformas nos enseñan lo siguiente que nos apetecerá consumir o escuchar porque se adelantan a nuestras intenciones. Volvemos a la moda de los 90 porque es un lugar conocido, nostálgico. En un escenario sin futuro como el que tenemos, es un sinónimo de confort: vamos a lo conocido para no pensar en qué está pasando con el presente, ni mucho menos qué pasará con el futuro. La comodidad, como muchas otras cosas, ha pasado a ser un activo del capitalismo. Una necesidad. Que no se me malinterprete; me encanta estar a gusto teletrabajando en casa y fui la hermana pequeña de tres, por lo que el mando a distancia supuso un gran avance en mi vida porque antes era yo el mando a distancia. Y aunque adore ser una pancha, una disfrutona, la sensación es como comer una hamburguesa vegetal llena de procesados: sí, es gratificante y una opción mejor que la carne pero… ¿es sano? ¿Podrías comer esto todos los días sin comprometer tu salud? Desde mi comodidad, dudo.

Sentir molestia, así, se vuelve algo extraño, ajeno y evitable. Antes que escuchar una opinión contraria a lo que pensamos, decidimos silenciar, dejar de seguir y bloquear; reprimimos la sensación de incomodidad sin hacer una crítica e, incluso, una autocrítica constructiva desde la curiosidad. Antes que arreglar, compramos. Antes que aburrirnos, damos al play. Es normal y es, sin duda, estático. Es el soma del que hablaba Huxley.

Por eso me gustan las Personas Molestas; porque a través de su aversión a la comodidad de pensamiento, hacen que las demás nos movamos de alguna manera, desestabilizando nuestro centro magnético, y reaccionemos. Nos hacen cosquillas en el cerebro y, de cierta manera, abren debates que merecen una reflexión; puede que tengan razón o puede que no, pero salvaguardan el poder humano de construir a base preguntar y preguntarse. Porque en un planeta que se pudre lentamente, la comodidad no es más que una ilusión de Ricardo el de marketing. Jamás estamos cómodas del todo, no en este mundo, por eso es un ideal que vendernos. Y ahí, la resistencia posible.

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