En 1992, Barcelona era un hervidero de gasto, desenfreno noventero, obra nueva, limpieza de cara y emoción pre-olímpica. Había mucha gente muy ocupada haciendo la carrera de la innovación con sus teléfonos del tamaño de una rata de la Barceloneta y Mariscal tenía mucho muñeco irregular que diseñar. No había nada como unos buenos Juegos Olímpicos para pasarle la ITV a la ciudad y atraer dinero hasta el infinito y más allá (antes, otro gallo cantaría años más tarde). Todos eran conscientes de que había un pastel bien calórico que repartir y nadie quería quedarse sin su trozo.
Muchas cosas pasaron en Barcelona 92’ y, sin duda, la mejor pasó en Lituania, bello país báltico que aprendimos en la escuela en orden alfabético con sus países hermanos Estonia y Letonia. Los tres habían dejado de ser parte de la Unión Soviética a finales de los ochenta, aunque aquello era como una ruptura complicada; su democracia era frágil, novedosa, y su economía estaba empezando a dar sus primeros pasos en solitario. Lituania no lo tenía fácil y sus deportistas, menos. Hasta hace cuatro días, como quien dice, habían formado parte del complejo y pesado sistema soviético de estrellas deportivas que eran el orgullo de la nación, estandartes del esfuerzo y la excelencia, y, por tanto, gente que no podía coger un día e irse sin más a competir en otro país. Lo del movimiento libre no era del gusto de los servicios de inteligencia que los acompañaban cuando jugaban fuera de sus dominios.
Los juegos de Barcelona eran los primeros post-soviéticos en los que las estrellas del baloncesto lituano Arvydas Sabonis, Sarunas Marciulionis, Valdemaras Chomicius y Rimas Kurtinaitis tenían la oportunidad de representar a su país, ahora independiente. Les sobraban ganas; les faltaba dinero para sufragar los gastos de la competición.
Marciulionis había sido recientemente fichado por los Golden State Warriors de San Francisco. Así, ante la incapacidad de su país de darles dinero para viajar a Barcelona, decidió hacer lo que podía y hacer un llamamiento público para pedir donaciones; quería que Lituania, por primera vez, se representara a sí misma en los JJOO y se llevara la gloria deportiva antes acreditada por otros. Como pasa en las buenas historias, estas que ocurren en la vida real y que hacen que sigamos teniendo confianza en el ser humano, la vida de Marciulionis dio un vuelco cuando un periódico se hizo eco de su petición y alguien respondió a su llamada: la icónica banda de rock psicodélico Grateful Dead.
Fundados en 1965 en San Francisco, los Dead tenían unos gustos definidos: fumar marihuana, las drogas psicodélicas, tocar música, el baloncesto y la libertad. Fue en pro de estas dos últimas por lo que contactaron con el equipo lituano. No solo iban a sufragar los gastos para que pudieran competir en los Juegos Olímpicos, sino que les hicieron unas camisetas (ojo, tie-dye psicodélicas) para reafirmar su posición. Las plegarias del equipo lituano habían sido contestadas de la forma más inesperada, pero contestadas, al fin y al cabo, y ahí que se fueron a encestar Marciulionis y los demás a Barcelona esponsorizados por una de las mejores bandas de rock psicodélico de la historia. Los años 90 eran una constante sorpresa.
El equipo lituano fue derrotado por el mítico Dream Team de Magic Johnson y Michael Jordan (que acabaron quedándose con la medalla de oro) pero logró pasar a semifinales donde, en un giro de guión que ni los mejores escritores de Netflix pudieran haber leído en los datos de su audiencia, les tocó luchar por el bronce contra, efectivamente, el equipo ruso. El conflicto estaba servido. Hubo pelea, hubo sangre “derramada por Lituania”, se ve que fue un partido apoteósico y que acabó, como solo las grandes historias acaban, ganando Lituania. Las calles de Vilnius se llenaron de gente festejando desenfrenadamente algo más que una victoria deportiva y los jugadores del equipo bramaron su himno nacional en los vestuarios como si se hubieran llevado la primera posición. Si hubo ganadores, fueron ellos.
Ganaron y recibieron sus medallas, pero no lo hicieron vestidos con la equipación oficial de Lituania; salieron a por su reconocimiento de bronce haciendo honor a los únicos que les ayudaron a conseguir ese lugar. Ataviados con sus lisérgicas camisetas tie-dye que exhibía el clásico esqueleto de Grateful Dead encestando y los pantalones a juego, la foto se convirtió en un icono de una historia deportiva que habla de apoyo, amistad, esfuerzo y autodeterminación.
¿Es esto el espíritu olímpico? Ni idea. La historia, la competitividad, el dinero y el progreso lo fueron degradando todo. Pero hubo un momento en Barcelona en el que un grupo puesto de LSD ayudó a unos lituanos post-soviéticos a ganar una medalla olímpica y si esto no es espíritu deportivo, que bajen los gurús hippies de la Costa Oeste y lo vean. Que suene Scarlet Begonias por siempre jamás.
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