Que verguenza ser millenial, no tener una jungla en el piso y asesinar vegatales
El verano pasado dejé que murieran todas las plantas, incluida la buganvilia que me regalaste. El asesinato no fue intencional, si eso es lo que estás pensando. Tampoco fue un plan que elaboré con rigurosidad y precisión. Fue una casualidad que simplemente se transformó en un hábito. Mientras movía las plantas para limpiar nuestro balcón, dejé la buganvilia justo en la única esquina donde no llega el sol. Ese rincón frío sería su hogar temporal, pero la olvidé y dejé que se secara entre montañas de polvo y las cenizas de tus cigarrillos. Por la tarde, me acordé y escribí en las notas del Iphone: mueve la buganvilia. El recordatorio quedó enterrado entre listas de la compra -aceite, sal, desatascador de WC, tampones- y recetas de las cenas que te prometí, pero nunca cociné: pollo al curry, carne al horno, tartaleta de limón. En su nuevo hogar, la buganvilia se convirtió en unas ramas desnudas que luchaban con la gravedad por no sucumbir al suelo. La tierra se endureció y ya no era necesario regarla. ¿Para qué si ya estaba muriendo?
A los pocos días, te fuiste de viaje y se me ocurrió que sería buena idea regar nuevamente tus suculentas. Quizás justo habías olvidado mirar el calendario que sagradamente revisabas todas las mañanas. Quizás habías amanecido distraído y por eso no me habías dicho buenos días. Quizás entre viajes, rutinas, nuestras peleas, los platos sin lavar, y el polvo que se esparcía por los muebles sin limpiar, olvidaste cuidarnos.
Llené de agua las macetas de las suculentas y no me detuve. La tierra aposada comenzó a escaparse por los bordes dejando manchas de barro esparcidas por la mesa. Luego podé el potus; una hoja a la vez, a ver si te dabas cuenta cuando volvieras que algo le había pasado a tu planta favorita. Te prometo que ahí ya quería detenerme, pero me acordé de la monstera que habías comprado hace unas semanas y decidí que necesitaba un nuevo hogar. La encerré en esa habitación sin ventanas que usamos de trastero. No volví a abrir esa puerta hasta que volviste de viaje y, entre gritos, te fuiste del piso.
Ya es otoño. El cementerio de ramas podridas, maceteros volteados y plantas cadavéricas se extiende como un campo dinamitado que esquivo para fumar en el balcón. Mis amigas me dicen que ya llevo demasiado tiempo encerrada, qué te fuiste hace meses y que hoy vendrán al piso. Cuando entran, corren a abrir todas las cortinas y ventanas. Traen inciensos y un palo santo de origen sospechoso. En cada esquina del salón colocan unas amatistas y turmalinas negras. Me sientan en el sofá mientras encienden las velas del salón y ponen una playlist de Spotify con unos cantos que a mí me suenan igual que los cantos de las ballenas del documental que vi anoche. Barren, limpian, tiran. Huele a cloro mezclado con palo santo. Me aseguran que estaré bien, que no tendré que asesinar más plantas. Me traen un potus nuevo de regalo.
- Gracias. Sí, estaré mejor.
Ellas no saben que hoy por la mañana salí y te vi entrando a un piso cerca de la panadería de los croissants que solíamos desayunar. Esos croissants están muy buenos. Alcancé a ver que entraste al bajo primera. Unas margaritas amarillas se asomaban por la ventana de ese piso que daba a la calle. Sólo por si acaso arranqué algunas hojas con rapidez. Las hice pedazos apretándolas contra mi puño y las solté. Los pétalos amarillos cayeron sobre la acera casi como un minucioso accidente, casi como si hubiese sido el viento.
Este artículo es parte de The Posttraumatic VOL.8 "BREAKING NEWS".
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