Llevaba 10 minutos sentada en la taza del váter, con la mirada perdida en los motivos florales de los azulejos del baño. Se le habían dormido las piernas y no tenía intención de levantarse. No podía pensar en ningún motivo por el cuál no pudiera pasarse el día ahí sentada: ninguna notificación ocupando la pantalla del móvil, ningún compromiso laboral, ningún familiar que reclamara su presencia en una comida dominical. Bajó la mirada a sus bragas, enrolladas entre sus piernas besando el suelo, llenas de sangre. Pensó en la deriva evolutiva que había guiado a los cuerpos con vagina a pagar tributos en sangre cada luna. Pensó en los litros de sangre que habían emanado de su cuerpo mientras ella seguía con su vida, como si no tuviera una herida abierta entre las piernas.
¿Cuántos camiones cisterna se podrían llenar con la sangre que había malgastado cada mes? Pensó en esos camiones cisterna, rebosando fluidos de brillos escarlatas, conducidos por señores con mostacho por una carretera comarcal. Se imaginó al camionero, digámosle Joselu, parando a desayunar en una estación de servicio en el Bierzo, un bocadillo de queso, porque Joselu es vegetariano y en Castilla y León no hay muchas más opciones vegetarianas para el desayuno que no sean el bocadillo de queso. Supuso que Joselu pagaría en metálico e iría al baño antes de volver a subirse al camión para continuar con su ruta habitual. Con toneladas de salado licor granate a sus espaldas. Escuchando Europa FM, conduciría por campos yermos de Extremadura. Los cerdos levantarían el hocico de su ración de pasto para ver pasar su sangre contenida en un tanque de metal. Los pastores en los márgenes de las tierras tendrían la deferencia de saludar a Joselu, porque en los pueblos es de habitual protocolo saludar a quien se cruce en tu camino, aunque no tengas ni pajolera idea de quién es.
Continuaría su ruta, viendo cómo el morro del camión se come las líneas blancas pintadas en el asfalto, persiguiendo el horizonte que se aleja difuso en las estrías de la autopista. Pensó en Joselu aparcando la mole con soltura, en dos maniobras, para hacer noche en los entramados de azulejos brillantes de los invernaderos de Huelva. Tirado en la parte de atrás del camión, haría scrolling hasta quedarse dormido con la pantalla del móvil brillando en el pecho. Lo imaginó poniéndose en marcha después de un café rápido, con su denso liquido bermellón en el depósito posterior. Joselu haría los últimos quilómetros de la ruta con algo de prisa, pensó ella, quizás apretando el acelerador un poco más de lo permitido por convenio.
Joselu sentiría desde hacía unos años un pesar inquieto en el pecho. Una angustia con sordina, no lo bastante firme como para quebrar su rutina, pero sí lo suficiente como para sentir que en esa cabina del camión, a veces, no había suficiente aire para respirar. La edad le habría retraído la línea del pelo hasta casi la coronilla. No se reconocería en esa mirada de cincuentón calvo que le devolvería el espejo. En su casa, un otrora apasionado matrimonio padecía los estertores del desencanto. Joselu viviría con el miedo de encontrarse una nota de despedida de su marido en la cocina. Los kilómetros y los años les habrían pasado factura, pensó ella. Joselu exhumaría con ojos vidriosos recuerdos de juventud que habrían estado sepultados bajo kilómetros de carretera y problemas para llegar a fin de mes.
Los últimos metros de la ruta pasarían por las calles anónimas de un polígono industrial. Se imaginó a Joselu, aparcando el tanque bajo el letrero luminoso de una fábrica anticuada. Con la sincronía de un rito memorizado, los operarios enchufarían sus mangueras, y harían viajar el líquido a través de tuberías que desembocarían en una gran nave, llena de bobinas de tela amarillo amanecer. Todo ese despilfarro de sangre correría fresca por los bordes de la tela amarilla, empapándola, creando dos barras perfectas paralelas. Joselu se fumaría un cigarro, apoyado en el camión.
Su sangre, pensó ella, ondearía brillante bajo el azul del cielo español, en el balcón de algún ayuntamiento o en las manos ominosas de alguna manifestante fascista. Orgullosa, se levantó del retrete, tiró de la cisterna, se puso las bragas y cerró de un portazo la puerta del baño.
Este articulo es parte de The Posttraumatic VOL.5 "Mas de lo Mismo".
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