Mediterráneament
- Berta Pagés
- 25 jun
- 3 Min. de lectura

Este verano un amigo me dijo que no se imaginaba lo que era crecer y vivir donde la mayoría de gente iba de vacaciones. Él es de Madrid y me hablaba de raíces, sentimiento de pertenencia, orgullo de tradiciones y paisajes. Le contesté que estaba demasiado indignada como para reconocer la belleza que le embelesaba.
Para el resto de Cataluña, la Costa Brava y l’Empordà es the place to be en los meses de calor. Todos quieren pasar por la experiencia anuncio de Estrella Damm, descubrir calas vacías y salvajes, comer paella en un barco rodeados de azul, pasearse por calles estrechas y casas blancas, ver el atardecer con un Aperol Spritz, comprar collares hechos a mano, decir “soy de aquí”. Lo entiendo, entiendo que lo bueno hay que compartirlo y que todos quieran un trocito del pastel, algo épico.
M, una amiga del pueblo, le preguntó a ese otro amigo madrileño un día de cañas bajo alguna parra (“mediterráneament”) qué era lo peor de la zona, él que era un recién llegado deslumbrado por esa luz y ese temperamento, y respondió que el turismo. Sin dudar. Resulta extraño y contradictorio que nos quejemos de algo que todos hacemos y cuyos beneficios sustentan la economía del país. Pero, ¿cómo establecer ciertos límites? Y pongo el foco, claro está, en ese otro turismo: el nacional.
Es evidente que hay un problema y parte de la indignación de mi amigo avivó las ganas de escribir sobre esto, exhibir este cansancio que sumamos a la alegría intrínseca de cada verano. Porque estaría genial que las consecuencias no entorpecieran el día a día de la gente que vive ahí. Al fin y al cabo, somos nosotros los que tenemos que hacer cola para entrar a nuestro pueblo, los que pagamos el doble por un café o una cerveza, los que nos quedamos sin sitio para aparcar en las playas, los que vemos subir el precio del alquiler, los que no podemos dormir por el volumen desorbitado de cualquier cozy rural party. Pero este problema (llamémoslo modelo turístico) es culpatanto de los visitantes como de los locales, es culpa de todos, y ahora mismo estamos en una rueda compleja e incómoda en la cual nosotros, conscientes de vivir en un espacio mágico y único, lo percibimos como abarrotado, imposible, inaccesible e insoportable. ¿Acaso es posible olvidar que en ese decorado que se consume durante las vacaciones también vive gente y que no está dispuesto a modo de escenario (con su respectivo dress code) para el exclusivo disfrute ajeno? Se define nuestra identidad en base a lo que quieren que seamos y corremos el riesgo de convertirnos en una postal, cómplices de una falsa idea promocional. Compartirlo es bueno y precioso y lógico, pero esta invasión en temporada alta convierte nuestras propias vacaciones en infernales. Y lo peor es que no tengo idea de cómo desmantelarlo o deconstruirlo.
Sin embargo, hay algo que me reconforta, en cierto modo, y es que esa gente que abarrota carreteras y chiringuitos solamente llegan a advertir esta realidad veraniega y se pierden la Costa Brava en sus otras tres estaciones, intuir el porqué de su nombre cuando el mar enfurece en enero y el cielo regala tonos rosados imposibles, de atardeceres cítricos. Están lejos de conocer las plazas vacías, los bares tranquilos, la tramuntana escurridiza, les calçotades, los días cortos, el placer de arrancar un níspero y comértelo, el calor de una chimenea de piedras milenarias, pasear por la playa para digerir la comida de Navidad, esa sensación de que el paisaje cabe en una jarra de miel de tan dorado.
Este artículo es parte de The Posttraumatic VOL.9 "USA INVADE EEUU".
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