Que la pandemia nos ha golpeado con toda la furia de su virus es una obviedad con las dimensiones del ego de Putin. Muy tocha. Así, en plan como la antigua Unión Soviética de inmensa.
Desde 2020 el índice de suicidios ha aumentado de forma exponencial, pero sin hacer demasiado ruido no vaya a ser que nos asustemos y dejemos de rebuscar placer inmediato entre la basura. Diez personas se quitan la vida cada día en España. Ya no quedan startups que inventar para que nos ayuden a monitorizar el sueño o a controlar la ansiedad y los ataques de pánico, y las franquicias de centros de yoga brotan del asfalto como camagrocs que huelen a campos de incienso húmedo y saben a Siddharta Gautama.
Nuestra casa se ha convertido en nuestro templo multifuncional. De «la calle es mi gimnasio» hemos pasado a «el salón es mi cuadrilátero», con punchings más inteligentes que nosotros co- nectados al televisor, también más inteligente, que a su vez están mandando toda la información de la ira con la que aporreamos el saco a una aplicación en la que también hay otros monitori- zando sus niveles de frustración. Hasta podemos convertirnos en diseñadores de interiores para redecorar nuestra casa sin salir de ella gracias a aplicaciones de realidad aumentada. Gimnasio, sala de meditación y oficina. Todo en sesenta y cinco metros cuadrados bien iluminados para convertir nuestra caja de cerillas en un hogar saludable.
Mientras tanto, comemos.
Los hábitos alimentarios también han cambiado a lo largo de estos últimos años. La comida a domicilio se posiciona como una tendencia en auge que ha venido para quedarse. Por lo que parece, que nos traigan mantequilla y espárragos trigueros en menos de diez minutos es una cuestión de vida o muerte. Un precio que hay que pagar con aceras y calles repletas de patinetes y motos de color morado y amarillo para compensar los descuentos agresivos que ofrecen estos supermercados exprés.
Dicen que lo de cocinar es algo que el ser humano acabará dejando de hacer con el paso del tiempo. Al igual que fabricar nuestras propias armas para cazar o hacernos el bajo del pantalón, guisar será una actividad que externalizaremos. Digamos que otros (o algo) se encargarán de llenarnos la nevera y de hacer magia mezclando ingredientes para ¬ — et voilà!— tener una sena de picoteo.
Hay empresas que se dedican a hacer estudios nutricionales personalizados con el objetivo de crear menús a medida que se materializan en platos elaborados con productos ecológicos. Empaquetan primero, segundo y postre en recipientes cuquis y te los envían a casa.
Lo queremos todo para ayer y en envases sostenibles, aunque eso suponga generar una cantidad de basura desmedida. Sí, basura en envases de un solo uso, aunque sean de papel reciclado.
Presumimos en redes sociales de colaborar con organizaciones sin ánimo de lucro que mandan alimentos a Ucrania y no le damos propina al repartidor que nos acaba de traer el ramen dentro de un bol de cartón con tapa de plástico reciclado, y nos excusamos diciendo aquello de «perdona, pero es que no llevo nada suelto encima», a sabiendas de que la app te da la opción de dejar bote. Tiramos el bol de cartón en el contenedor general porque está sucio y la tapa de plástico reciclado en el amarillo, como nuestros principios. Así somos. Tampoco nos castiguemos.
¿La economía circular es la salvación? No lo creo, pero seguro que ayuda. Quizás nos sentiríamos mejor devolviendo los recipientes usados para darles una segunda o tercera vida, o las que sea. Sin lavar, por supuesto, eso ya lo harán nuestros esclavos posmodernos al volver a sus cocinas oscuras.
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