Es paradójico que fuera en los albores de internet cuando más supe de escribir código. A principios de los 2000, aún había que esperar sentada mientras se cargaba un vídeo en YouTube, el router no podía coexistir con el teléfono fijo, es decir, era tener internet o tener llamadas, con las consabidas broncas que eso ocasionaba con tu madre porque iba a llamar tu tía y tú estás chateando y todo el día con la pantallita (ahora es ella la que tiene una adicción al Candy Crush peor que la del Krokodil).
El ordenador ocupaba lo mismo un palé de cemento, el chat de Terra era el Far West y Emule, un buscaminas de éxitos del verano, películas guarras y virus. Todo era nuevo y tremendamente ilusionante; aún no nos habían destrozado el cerebro ni nuestra capacidad de atención, y nuestras neuronas estaban anticipando un festín lisérgico de imágenes en movimiento y test que te decían qué tipo de queso francés eres según tu personalidad.
Fue en esos primeros años de expansión de esta droga dura que es internet cuando aparecieron las redes sociales, siendo MySpace la primera que tuve la suerte de vivir; ese fue el breve momento de mi vida en el que supe escribir HTML, porque podías personalizar tu perfil con canciones, colores, fondos y efectos si conseguías meter el lenguaje correcto. Vaya fiesta del estímulo visual. Nunca más volví a hacerlo y creo que tampoco hará falta; ya es tarde para mí, en poco tiempo me he quedado atrás, soy como el BluRay, vieja y confusa.
Mi MySpace era una procesión de lo gótico, un fiel reflejo de mi adolescencia que, a pesar de la pinta, fue bastante guay porque internet me dio herramientas para conocer otros mundos, contactar con gente, buscar bandas e información y construirme a mí misma como yo quería. En un pueblo pequeño, era una ventana real al mundo. Tenía sentido.
Pero, como en todas las historias, las cosas se tuercen. Y apareció Fotolog. Esta proto-red social tenía todos los ingredientes de las de ahora; una foto principal, algo de texto y, sobre todo, seguidores. Visitarlo ahora es dar un paseo por la avenida del cringe absoluto. Qué manera de escribir, qué fotos tan cutres, tan en picado, tan quemadas, qué estilismos tan de moda ahora, qué flequillos planchados, puntas quemadas, pantalones de tiro bajo. Empezaba la sobreexposición como moneda y a añadirse al circo social online el tufillo de las jerarquías marcadas sobre quién molaba y quién no: empezaron a brotar las blogueras como hongos en una noche tropical.
“Qué bien haber crecido sin redes sociales”, decimos las personas que nos creemos jóvenes pero que en los 80 seríamos consideradas como adultas de pleno derecho. Y lo decimos con la sensación de habernos librado de una buena; como ese último coche que pasa antes de que cierren la carretera porque hay una carrera popular interminable del Corte Inglés. Nos hemos salvado; hemos sido la última generación que ha sobrevivido antes de vivir bajo el yugo de la comparación social encarnizada, brutal, competitiva, terrorífica y la presencia omnipotente de feeds, stories, reels, tiktoks y bailes estúpidos. Hemos tenido suerte. Qué bien. Celebremos, que se jodan las demás.
Creemos que la chavalada de ahora lo tiene interiorizado porque han nacido rodeadas de pantallas, pero el tema es que no existe tal cosa como un “cerebro digital”; las generaciones posteriores que sí han estado expuestas a las redes sociales desde que tenían uso de razón no están adaptadas especialmente a ello. Eso es imposible; ninguna especie evoluciona tan rápido. De hecho, la personas conservamos el mismo cerebro que los antiguos griegos, que los etruscos, que los siervos y reyes del medievo; no tenemos una nueva CPU reseteable, un data mining centre físico, no tenemos nada que nos proteja ni nos haga adaptarnos a la era digital. El cerebro de las personas jóvenes y las criaturas, de hecho, ni siquiera están terminados, siguen en formación. Estas personas están aún más desprotegidas. Qué suerte haber crecido sin Instagram. Qué mala suerte la suya, que a nadie les importa un huevo que ellas sí.
Y digo ellas porque son las mujeres adolescentes y niñas las que salen peor paradas de este nuevo paradigma o teatro o realidad abominable post-pandémica. Según datos oficiales del Servei Català de la Salut, los intentos de suicidio en jóvenes y niñas han aumentado 195% entre las chicas desde 2021. 10% en los chicos. Estamos dejando a nuestras niñas totalmente a su suerte en esta jungla digital; los hombres tienen contacto con las RRSS para ver lo que el mundo puede ofrecerles y las niñas para ver lo que el mundo espera de ellas. Es CRUEL. Es DESPIADADO. Todo es PERFECTO en Instagram: las caras, los cuerpos, las casas, las ropas, maquillajes, melenas, gustos, viajes, amistades, familias, todo. Es imposible que para un cerebro en construcción esto no sea una fuente de frustración y comparación inagotable, un maná de torturar mental, porque nunca van a ser tan felices, ricas, exitosas, capitalistas y consumistas como sus influencers favoritas a las que adoran un poco porque sí, porque vienen dadas, como las Kylie, Kristen, Kim, KakadelavaKa que toque.
¿Cuál es nuestra responsabilidad en todo esto? La salud mental de nuestras jóvenes está en peligro, sus vidas, sus sueños, esas adolescentes que podrían estar escribiendo código de manera inocente, podríamos habernos tocado a nosotras, solo que nacimos antes y, ah, no es nuestro problema. ¿O sí? ¿Solo tiene que ser nuestro problema si nos toca? ¿Quizá es el momento de plantearnos qué podemos hacer para parar esta pandemia silenciosa de niñas que prefieren quitarse de en medio antes de desarrollarse como adultas, ver el mundo, maravillarse con todo aquello que el planeta ofrece (aunque, si seguimos así, no por mucho tiempo) y que se ilusionen con la vida? Las redes sociales no ayudan al desarrollo feliz de una humana. Está comprobado. Los cuerpos políticos de las mujeres son las mayores damnificadas casi siempre cada vez que hay un ligero movimiento social hacia algún lado, cualquiera; si es el trabajo, salimos perdiendo con mayores tasas de paro, si son las leyes sobre nuestros cuerpos, mandan jueces y diputados, si son enfermedades, no hay cabida aquí para las mujeres en una medicina patriarcal, y si es la salud mental, somos las que más sufrimos. Es CRUEL. Es DESPIADADO.
Nuestras chavalas nos necesitan; seguro que es un problema multifactorial, pero si algo podemos hacer es asegurar que encuentran un espacio social que no sea una amenaza mortal para ellas. No sé cómo, pero estoy segura de que algo podremos hacer si hemos conseguido clonar animales y construir el telescopio Webb. Se merecen una herramienta que las ilusione. Se merecen algo más. ¿Un futuro?
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