
Este verano tuvo lugar un suceso kafkiano, dantesco, quijotesco, orwelliano, incluso daliniano. Yo dormía entre sudores desmesurados en la habitación que tengo en casa de mi madre, con el cuerpo traspuesto por el picante de los tacos de la cena del día antes y la mezcla hiperbólica de alcoholes supuestamente mexicanos que palpitaban por mis venas o mi hígado o mi estómago. Era un sueño intermitente, incómodo, vertiginoso y delirante. De repente, cuando ya se colaban rayos de luz por la ventana, un balido. Si hubiera sido una peli de Lynch me habría asomado al jardín y seguramente habría visto una oveja o una cabra y habría sido un símbolo de algo profundo, aunque poco relevante de cara al argumento. Cuando escuché un segundo balido, y luego un tercero, y quedó claro que no los generaba mi cerebro derretido y trastornado, me levanté y le pregunté a mi madre si sabía qué estaba ocurriendo. Es cierto que vive en un pueblo, pero no suele haber niveles tan altos de ruralidad faunesca. Ella llegaba tarde al trabajo y se arreglaba con esmero y prisa. Me soltó que creía que los árabes que tienen ocupada la casa de enfrente tenían un cordero en la azotea y que lo matarían. Y se fue.
Estábamos en plena ola de calor y cualquier ser vivo que existiera en pleno sol más de media hora seguida se arriesgaba a una muerte lenta y sofocante. Subí hasta nuestra terraza y, efectivamente, vi un cordero escuálido y con una perilla deshilachada. Sus ojos eran oscuros, sabios. Compartimos unos segundos de silencio y calor extraños y bajé a desayunar. Recuerdo estar toda la mañana pendiente de los lapsos de tiempo sin balidos y sufrir pensando en escenas sangrientas y sagradas. Por la tarde ya me había acostumbrado a los balidos esporádicos e intermitentes del cordero y mi subconsciente los aguardaba sin dramatismo.
Al día siguiente mi madre vino con noticias: algunos vecinos se habían encontrado casualmente en la calle y habían comentado la dificultad de conciliar el sueño con la ventana abierta y los quejidos constantes del pobre animal acalorado. Se sabía que estaba en la azotea y que el año pasado también había ocurrido, y que nadie estaba feliz con la situación pero que tampoco iban a dar un paso porque el tema deocupar viviendas es delicado y aquí nadie es racista.
Yo aproveché para preguntar al chat GPT sobre corderos y aprendí que en la religión musulmana existe una tradición en la que se sacrifica un animal cuando nace un niño como muestra de gratitud. Se llama Aqiqah y no es un rito obligatorio, pero en ocasiones sirve para poner nombre al niño. Se lo comenté a mi madre y dijo que tenía sentido porque el año pasado había nacido su segundo hijo y la mujer ahora lucía una barriga tersa y redonda, al borde del estallido. Leí que suele realizarse el séptimo día tras el nacimiento y que para los niños solían ser dos corderos y para las niñas, uno.
Poco a poco se fue armando una confabulación discreta a favor del cordero y en contra del Aqiqah; la mujer embarazada y sus dos hijos se sentaban en el balcón a tomar el aire y los vecinos hablaban de ellos y de su cordero como si no estuvieran un par de metros por encima de ellos. A los dos días vino la policía y el hombre musulmán entró en cólera porque no tenía ninguna intención de sacrificarlo en la azotea ni originar un festín para las gaviotas, manchar de rojo insalubre la casa. Insistió en que lo haría en un huerto, que sería todo halal, un corte limpio, que era importante para la llegada al mundo de su futuro heredero. No le escucharon e hicieron venir a una protectora que puso el cordero en adopción; al cabo de unas horas un voluntario pasó a recogerlo en un camión destartalado. Se escucharon sus balidos mientras el coche bajaba lento por la calle estrecha y cuando desapareció, con la luz pálida que precede las cenas de verano, solo quedaron los llantos de los niños pequeños, tristes y confundidos, que posiblemente tampoco dejaron dormir a los vecinos.
Este artículo es parte de The Posttraumatic VOL.8 "BREAKING NEWS".
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