Mérope Or
Hacerle ghosting a tu psiquiatra
Hacerle ghosting a tu psiquiatra debe ser un síntoma de que tu vida no tiene demasiado rumbo. O un rumbo muy directo hacia un agujero de mierda. El tío me lleva llamando una semana, cada día, varias veces al día. Veo parpadear la pantalla del móvil que descansa en la mesilla de noche. El rectángulo gime, y se encienden los 8 números que componen el dial del otro lado de este canal de comunicación. Pero soy incapaz de conjugar la fuerza necesaria para arbitrar un movimiento que me lleve a descolgar esa llamada.
Y es que hace varios días que descanso tumbada en la cama, desde mi última sesión de terapia. Había llegado un par de minutos tarde, y me lo encontré con la guardia baja, mirando porno en la pantalla del ordenador, con la polla flácida fuera del pantalón. No le di importancia. Había sido mi parcialmente mi culpa, por no haber tenido la deferencia de picar a la puerta antes de entrar. Sin demasiada tensión por ninguna de las dos partes, nos dispusimos a empezar la sesión. Él se sentó en una butaca y yo en el suelo, con las piernas cruzadas. Me alcanzó un cigarro mientras él se colocaba uno en la boca y lo encendía. “¿Cómo estás?” preguntó balanceando el cigarro en los labios. “Bien” contesté, apuntando la llama del mechero contra la punta del mío.
El humo del cigarro creaba formas siniestras en el aire, para luego diluirse en el denso silencio que se había creado tras mi respuesta. Su mirada me atravesaba, fija y directa a mis ojos. No sabía por dónde empezar. Qué decir. Se me antojaba imposible poder concentrarme en un solo de mis turbados pensamientos. Como un vórtice de polillas enfarlopadas, mis ideas se atropellaban las unas a las otras, desbordando mi pecho oprimido, dándose codazos por asomarse a mi boca. Una turba de miedos e inseguridades reptando por mis piernas, subiendo frenéticas hacia mis manos temblorosas. El fracaso, el dolor. La belleza de la tristeza funcional. La tóxica familiaridad del victimismo encallado.
Era el verano del 2008. El calor drenaba de nuestros cuerpos pequeñas gotitas de sudor, y nos vestía con una especie de capa purpurina. “No tengo dinero para pagarte esta sesión” fueron las únicas palabras que puedo articular. “Ni las que te debo”. Él me mira impasible, mudo, generando un sosiego incómodo que me veo obligada a llenar. “Con los 10 euros que me quedaban me he comprado una cajetilla de Camel y un Idiazabal.” El suelo de la consulta quema como el asfalto de una carretera andaluza. Más silencio por su parte. Tengo la boca seca, me cuesta tragar. La saliva baja con dificultad por mi garganta, dejando un regusto agrio.
Silencio
“Pinta mal la cosa, ¿no?” responde él, apagando la colilla contra la alfombra. Me lo miro con cara de gato flasheado. “Estás de mierda hasta el cuello, bonita.” Alucino con su respuesta. Me paro unos segundos para entender qué es lo que está pasando. Quizás se trate de una nueva técnica para ayudar al paciente a ver los problemas desde una óptica más positiva. “Bueno, yo…” intento articular una frase, pero me interrumpe “Estáis todos igual. Y como no me podéis pagar, probablemente yo también me mude al puente al que os vayáis cuando os desahucien a todos.” Se enciende otro cigarro, y conecta su mirada con la mía de una forma tan intensa que se me antoja ridícula. “Vienes cada puta semana a sentar tu culo victimista en mi alfombra, lloriqueas cuatro banalidades y te fumas mis cigarros. Cero cambios, cero intención de cambio por tu parte. Que la vida es una mierda lo sabemos todos. Deja de quejarte. Me irritas sobremanera, muchacha.”
Si supiera como llorar, lloraría.
“¿Que vas a hacer?” susurra, más tranquilo, exhalando el humo en círculos concéntricos. “No sé”, respondo inquieta. “No sé” me devuelve, imitándome, con un tono de pava pedorra que me enerva. Tengo ganas de arrancarle la tráquea. “Pues es la verdad, no sé qué hacer” le grito desquiciada “Estoy en la calle y lo único que tengo es un queso y medio paquete de Camel.” El suelo me quema las palmas de las manos. Me levanto en un intento fútil de respirar. Pero mis pulmones se han vuelto diminutos. Los puedo notar encogiéndose en pecho. Empiezo a dar vueltas por la habitación como un tigre enjaulado. “No veo ninguna salida”.
“Quizás no la tengas” responde. Me paro y miro por la ventana. Hay ríos de gente con bufandas. Mareas confusas de ropa de invierno. ¿Por qué hace tanto frío de repente? No puedo pensar. Abro la ventana, miro abajo y me seduce la idea del vacío que se extiende sugerente hasta el suelo. Mientras fantaseo con la idea de un suicidio redentor, escucho su voz a mi espalda. “A ti te pega un final kamikaze, la verdad”. Sigo mirando por la ventana, que cada vez se hace más grande. “¿No se supone que me tienes que ayudar a ver el lado bueno de la vida?” pregunto. “Sé reconocer una situación irremediable cuando la veo” responde.
La ventana ha crecido tanto que se ha convertido en una enorme hendidura en la pared, desde mis pies hasta las molduras del techo. Me giro y lo veo recostado en el diván. La mirada perdida en algún punto indefinido de la habitación. Sé que ha dado la sesión por terminada. Meto la cabeza por el agujero creciente en la pared y veo un grupo de turistas desnudos sacándose fotos en la calle. ¿Por qué no? ¿Qué me lo impide? Avanzo un pie mientras pienso que quizás esta pantalla del juego ya ha dado todo lo que tenía que dar. Solo espero caer encima de los guiris. Ya veo los titulares en la prensa internacional “El balconing inverso: españoles lanzándose desde las alturas para eliminar el problema de la turistificación masiva”. Avanzo el otro pie. No lo pienso dos veces. Ya no hay vuelta atrás, solo la consecuencia irreparable de una decisión estúpida.
Y caigo. Caigo. Caigo duro. Oigo el beep beep de la llamada de mi psiquiatra. El móvil. Parpadea. Tiemblo en la caída con la vibración del teléfono palpitando en la mesilla. Me sube el estómago a la boca con la caída. Se siente orgásmico.
Abro los ojos. El puto despertador. El beep beep. Sigo en la cama. El despertador lleva sonando lo que parece una eternidad. Me revuelvo bajo las mantas. Hace un frío que pela. La puta ventana. Está abierta.
Este articulo es parte de The Posttraumatic VOL.6 "It's hard to focus today".