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Es revelador que la etimología latina de la palabra trabajo apunte a una forma de tormento, en la cual se amarraba a la persona castigada a una estructura de tres palos llamada tripalium, para posteriormente ser azotada. Tanto en la antigua Grecia como en el Imperio Romano, el trabajo manual o físico era una actividad denostada y carente de reconocimiento social, puesto que se asociaba a una condición intrínseca de la esclavitud. En contraposición, el pensamiento, la contemplación, las artes y la estética eran labores dignas y muy apreciadas; situación opuesta al panorama contemporáneo.


Durante un largo proceso, el pensamiento judeocristiano fue contaminando el mundo con la noción de culpa existencial y su redención mediante el trabajo, un trabajo productivo, es decir capitalizable.

El tormento en el Imperio Turbocapitalista que vivimos, ha logrado afinar el sistema de tortura a medios, formas y espacios en los cuales de forma incluso gustosa, somos encargados del autocastigo, convertidos en verdugo y víctima por igual.

Trabajar es un castigo adoptado con autosatisfacción, en ciertos ámbitos como el cultural, donde se trabaja primordialmente y sólo por el trabajo mismo, una labor asidua sin más recompensa que la autopromoción que imaginamos, traerá consigo inexistentes recompensas en un futuro incierto.

Trabajamos en exceso, normalizando la autoexplotación como el camino adecuado mediante el cuál llegaremos a realizarnos y algún día poder ser nosotros mismos en plenitud; seres autónomos. Dentro de un sistema que degrada un concepto referente a existir con independencia a las normas de otros, ahora entendido como sujeto autosustentable obligado a tributar una cantidad imposible de sostener (con la suerte de no morir en el intento) el estatus de precariedad que bien conocemos, extendido hasta nuestra futura vejez, esos años que nos prometieron sin garantías para disfrutar de la vida y hacer por fin lo que siempre hayas deseado.



El sistema de producción permanente y no interrumpido, nos adormece, trivializa y despersonaliza. La producción cultural, ámbito en el cual desarrollo mi autoexplotación, ha desplazado el centro de interés de lo subjetivo a lo objetivo de las cosas: productos productivos que produzcan más productos.

El trabajo se ha convertido en una actividad puramente externa; los individuos no se hacen a sí mismo a través de este, sino que hacen cosas que asumimos nos convierte en alguien. De forma generalizada, a cada uno de nosotros se nos dirigió hacia el deber de tener una carrera, profesión u oficio y así, acceder a un cierto tipo de vida que probablemente no nos acomoda, pero perseguimos sin autocrítica como los autómatas que el trabajo nos obliga a ser, mudando la existencia del ser sujeto a ser objeto.

Entre más bienes adquirimos y más intenso es nuestro trabajo externo, menos accesible y más alejados nos desplazamos de nuestra identidad, puesto que los procesos de producción y valor se repiten de la misma forma en la intimidad de nuestra vida privada: exteriores brillantes para interiores oscuros.

Y bien, hecho el análisis ahora, ¿cómo se supone que terminamos con la tortura? ¿cómo salimos de la cadena de trabajo? ¿cómo desplegar un autoboicot del verdugo en que nos hemos convertido?

Aún no tengo las respuestas, pero encuentro urgente y a manera de autoayuda el encontrar cuáles son nuestras personales estructuras de palo a las que nos atamos, para poder comenzar a pensarnos pronto como sujetos.


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